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8 sept 2017

Barco del hombre

               Entre la mirada y el mar existe un trance ineludible, la contemplación más pura. Nos conformamos con esa extensión porque estamos en la orilla. A salvo.

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               Mi abuelo lloró con todos mis principios.  Me enseñó el misterio del mar en una lágrima. El poder de la alquimia cuando yo no sabía contar ni siquiera hasta el siete.
               Su muerte no tuvo garganta. Ese músculo mi abuelo ya no lo tenía. Estaba la sed. La sed me era todo porque su boca se movía otra vez. Hidratábamos sus labios con un algodón mojado en agua dulce. Los abría y cerraba. Ese umbral.
               Agua y azúcar tambaleaban la física de su muerte.

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               Entre la mirada y la muerte existe un trance ineludible. Dormí en una silla reclinable apretando su dedo índice. Hacía de las sábanas revueltas de su lecho un mar. Tu nieta se había convertido en una góndola.
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               La muerte de mi abuelo fue la señal que precedió al fin del mundo: lloró. Todas las cosas respingaron. Esa lágrima definió su orilla. Mi abuelo volvió a llorar algún principio mío que desconozco.
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               Ha habido más astronautas que exploradores de la muerte. En mi escafandra aprisioné la conformidad de que en ese momento,  mi abuelo estaba más a salvo que yo. Los principios no tienen  orilla.  Tu nieta es una góndola insalvable.

               Entre cerrar los ojos y morir existe un hilo invisible: línea y horizonte del recuerdo. Insondablemente y en ambos sucesos, la vida cierra los ojos: va hacia adentro.
               Hay que entrar. Tener coraje. Sobre todo si la vida se va sola.
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               La espalda es una línea firme, parecida a una costa. Es territorio sagrado: el lecho que nos sostiene al nacer cuando nuestras piernas aún no se soportan, y el que nos detiene al morir. Coraza blanda y enorme punto ciego. Orilla.
               Siempre te abrazaba por la espalda. Con los ojos cerrados. Nunca corría el riesgo de que al voltear, fueras alguien más.
               La línea de tu espalda insondable horizonte.

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               La debilidad de los músculos respiratorios provocó la baja de oxígeno hacia su cerebro. Mi abuelo cayó inconsciente. Cerró los ojos porque era un errante de su propia respiración. Su consciencia se desintegraba en pequeñas bolsas de suero y agua. Por dentro, él se sumergía y mi mano quiso ser ancla. La gota en el catéter: reloj y arena. Playa donde mi abuelo era buzo de la caída.
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               La mitad del  oxígeno de mi abuelo venía del mar. En términos médicos, le llamaban inconsciencia: nadaba con los ojos cerrados.
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               Si la espera tuviera forma sería un ancla fuera del agua. Todos los minerales de mi cuerpo eran suficientes para levantar un faro. Hay que entrar. Tener coraje.
               Soy un faro por si mi abuelo se pierde. Sobre todo si se fue solo.
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               La escafandra permite que se pueda penetrar con seguridad en un entorno hostil. Sobrevivir durante una cantidad limitada de tiempo. Scaphandre. Barca. Hombre. Profundidad.
               Mi abuelo murió de espaldas, mostrando sus pulmones a la tierra. Ahora tu nieta navega en una barca torácica.

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               El horizonte del recuerdo es un hilo. Cerrar los ojos, un lenguaje transparente pero oscuro. Se atraviesa para desaparecer. Se suspira, sin saberlo, para oxigenar los alvéolos errantes y mantener la respiración. Los recuerdos son  respiraciones errantes que transitan por noventa mil kilómetros de arterias y venas.  Nos avientan a una orilla que va hacia adentro.
               Hay que entrar.
               Tener coraje.
               Sobre todo si tu nieta ya está sola. Góndola insalvable.


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Christer Stromholm

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