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14 oct 2017

UNIDAD DE TRASLADO

Estoy en la ambulancia. Hoy me sacaron temprano del colegio. Me fue a buscar mi hermano y me dijo mamá está enferma, se fue al médico. Ahora estoy en la ambulancia. Mi hermano tuvo que retirarme antes de la escuela, cuando estábamos en la clase de lengua y la señorita nos leía Zapatero a tus zapatos. Entró en plena clase la directora. Tenía la cara descolocada. Dijo señor Ontivero... perdón, el alumno Ontivero tiene que venir a dirección. No, no. Que lleve los útiles. No había hecho nada malo. Ni tampoco me había interesado en la pelea que habían tenido los chicos en el recreo. La señorita Gabriela me apoyó la mano en el hombro. El peso de la mano era proporcional al que se da en un consuelo ante lo irreparable. Ahí entendí todo. Tenía que estar en la ambulancia. Caminamos por el pasillo largo de la escuela. Los de primer grado jugaban con la maestra de música. Caminé con el peso de la mano de la señorita Gabriela sobre el hombro. En la puerta de la dirección estaba mi hermano. Pensé en todo. También pensé en nada. Me dejé llevar como se dejan llevar los personajes de Faulkner. En Mientras agonizo o en El sonido y la furia. Mi hermano me recibe. Salimos de la escuela y caminamos a casa. A las dos cuadras, en medio de la plaza, me dice mamá está enferma, tuvo que ir al médico. Lo miro y entiendo todo. Él no me mira. Fuma. Su voz es más pesada que la mano de la señorita Gabriela. Llegamos a casa y no hay nadie. Hasta ayer llegaba a casa, como todos los días después de la escuela, y todos me esperaban para comer. Nos sentábamos los cinco a la mesa y después mirábamos tele. Pero ahora no hay nadie. Por eso estoy en la ambulancia con mamá. Nadie quiere decirme nada. Al mediodía me dicen Juan andá a comer a la casa de Hilda. Veo a mi papá llorando en medio de la calle. Habla con un médico y llora. ¿Por qué papá no fue a trabajar? El médico mueve las manos que caen sobre el aire como los brazos de la señorita cuando quiere que nos callemos. Me quedo detrás de la puerta. Veo llorar a papá. Sube a la ambulancia y se va. Él, el médico, el chofer de la ambulancia y lo que sea que fuere que haya ahí dentro. No puedo comer. Mis vecinos me dicen comé Juan que está rico. Hay un tono oscuro en la mesa. Espero que todos terminen de comer, cruzo la calle hasta casa y veo como en una foto vieja a mi hermano, tirado contra la pared. La cara tapada. Ahí entendí todo. Pienso, sí, pienso que merezco saber qué pasa, por eso pregunto. Nadie responde. El paso de la tarde es algo que nunca recordé. Tal vez porque no haya pasado nada. Tal vez porque esa nada era la que amortiguaría el peso de lo que me dirían al otro día. Juan, tu mamá se fue al cielo. Esa noche, antes de saber que mamá se había ido al cielo, me mandaron a dormir a casa de mi mejor amiga, Natalia. Tampoco comí en su casa pero sí intenté escaparme a la hora de dormir. Eran las tres de la mañana y no podía dormir. Tenía todas las preguntas. Tomé la precaución de verificar que todos durmieran. Era el 14 de marzo de 1996. Salí de la habitación de mi mejor amiga y fui hasta casa. Estaba a 40 metros de distancia. Me escondí detrás de las plantas y vi cómo papá lloraba. Mis hermanos lloraban. Los vecinos lloraban. Era una atmósfera oscura. Cuando descubrieron que me había escapado me llevaron de nuevo a la casa. Ahí entendí todo. La mamá de mi mejor amiga me dijo querés dormir con Natalia. Sí, le dije. Ya no aguantaba las ganas de llorar. Porque ya había entendido todo. Esa noche con Natalia miramos los Caballeros del Zodiaco. Natalia y yo teníamos 9 años. Desde ese día odié los Caballeros del Zodiaco. También odié el cuento Zapatero a tus zapatos. Arranqué la hoja del manual de lengua. La tiré al patio. Más tarde la prendí fuego. Pero eso fue cuando tenía 16 años. Dormí dos horas. Durante la mañana ya casi no tenía recuerdos de nada. Ese espacio vacío en la memoria se había abierto para esperar ese Juan, tu mamá se fue al cielo. Juan, tu mamá murió, Juan, estás solo para siempre. Me lo dije. Me lo dijeron en el cuarto de Hilda. Enseguida comenzó a llover. Una llovizna eterna. Eran las diez de la mañana o casi las diez. Las diez menos diez. Yo ya me había resignado. Ya esperaba cualquier cosa. Ya había entendido todo. Por eso pedí que me dejaran ir en la ambulancia con mamá. Ahora entiendo todo. Mamá murió el 15 de marzo de 1996. Nunca supe bien la causa. Aneurisma, me dijeron. Una malformación arterial. Ahora la veo ahí, muerta. La mañana anterior me había saludado desde la puerta del jardín delantero, como todos los días, y ahora está ahí, en ese cajón. Y encima hay tanta gente en la sala velatoria. Casi no se puede respirar. El monopolio del llanto es mío. Hace poco fui a prenderle dos velas. El viento intenso las apagó. Entonces las dejé ahí con la ilusión de que ella entienda todo y pueda encenderlas. A pesar del viento.


Anna Lervig

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